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“NO ME ABANDONEN”

Por Gabriel Rodriguez O.

En la fría mañana del 30 de enero de 1945, la voz de Adolf Hitler resonó por última vez a través de las radios de un Reich que ya comenzaba a desmoronarse. La transmisión, envuelta en una atmósfera de inevitabilidad, fue breve pero cargada de promesas vacías.

Hablaba de resistencia, de una victoria que aún podía alcanzarse pese a que la guerra, como un río desbordado, arrastraba a su paso la grandeza que alguna vez había prometido a su pueblo. En sus palabras se escuchaba el eco de la desesperación de un hombre que sabía que el final estaba cerca, y, en un giro inesperado, imploró: “Pueblo, no me abandonen”.

Era una súplica que ya no encontraba oídos receptivos en las ciudades devastadas ni en los corazones endurecidos por el sufrimiento de años de guerra.

Mientras las fuerzas rusas avanzaban implacables hacia Berlín, las palabras de Hitler se fueron diluyendo como un eco lejano que ya no tenía fuerza. Las promesas de victoria se desmoronaban junto con los muros del Reichstag y las calles de Berlín, donde las ruinas se apilaban como testigos de una tragedia inevitable.

La frase, que en otro tiempo habría levantado a multitudes, ahora solo evocaba silencio. El pueblo, agotado por el hambre y la muerte, había dejado de creer en las quimeras que Hitler les había vendido durante más de una década.

La sombra de la derrota cubría la ciudad, y el Führer, que alguna vez había encarnado la esperanza de una nación, ahora era un espectro entre las ruinas, cada vez más aislado en su búnker subterráneo.

Con la llegada de las tropas rusas a las puertas de Berlín, la súplica de “no me abandonen” se convirtió en el último suspiro de una era que se desvanecía. Hitler, el hombre que había arrastrado a millones a la guerra, se vio acorralado por el destino que él mismo había forjado.

En las últimas semanas, mientras las bombas caían como presagios, supo que ya no había marcha atrás. Finalmente, cuando Berlín cayó el 2 de mayo de 1945, Hitler ya no estaba para ver el final. Sucumbió en su búnker, llevándose consigo la ilusión de un imperio eterno, dejando a su paso solo cenizas, ruinas y la resonancia de una frase que, al final, había sido ignorada por el mismo pueblo que una vez lo había seguido ciegamente.

Hoy, Evo Morales, el expresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, parece evocar los mismos sentimientos que Hitler expresó en ese último discurso antes de caer en el silencio definitivo y en la derrota. “No me abandonen”, suplica, pero la frase que alguna vez pudo haber traído consigo la esperanza de la victoria se ha convertido en un eco sordo, una crónica de una muerte anunciada.

El pueblo que antes lo aclamaba, el que lo veía como el artífice de un futuro mejor, ahora lo observa desde la distancia, con una mezcla de desencanto y resignación. La súplica que debía despertar lealtades solo remueve el polvo de un pasado que ya no puede regresar.

Como Berlín en 1945, el círculo de poder que alguna vez protegió al líder cocalero se va estrechando, lentamente, pero con la firmeza implacable de lo inevitable. Las paredes de su antigua fortaleza, construidas sobre años de lucha y promesas incumplidas, comienzan a derrumbarse mientras su figura se vuelve un vestigio del poder que fue.

El mundo a su alrededor se cierra con la misma indiferencia que la historia guarda para los caídos que ya no pueden retomar el curso. Morales, como Hitler, parece confundir la insistencia con la esperanza, y la desesperación, con la fe en una causa perdida.

Ahora, cuando la locura comienza a sobresalir más que la razón, el tiempo se encarga de demostrar lo que las multitudes ya intuyen: el final está cerca. La derrota no llega de golpe, sino que se va filtrando lentamente, como una grieta en el corazón del poder.

El círculo de defensa se achica cada día, y las maniobras que antes lo sostenían se desmoronan una tras otra, dejando solo el vacío y la inevitable caída de quien alguna vez creyó ser invencible.

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