Escrito por Gabriel Rodriguez
La figura de Eduardo del Castillo, actual Ministro de Gobierno en la administración de Luis Arce Catacora, representa una encrucijada crítica en la política contemporánea boliviana, donde el rol del Estado en la seguridad y el orden interno ha alcanzado un nivel de centralidad sin precedentes. En el transcurso de los últimos cuatro años, del Castillo ha consolidado su posición en el gabinete a través de acciones importantes como la aprehensión de Marco Antonio Pumari, Jeanine Añez, y Fernando Camacho, así como en su compromiso declarado contra el narcotráfico. A través de estos logros, el Ministro ha sido nombrado por algunos como “el ministro de hierro,” un apodo que sugiere solidez y una inquebrantable determinación en la defensa de la estabilidad nacional.
En este contexto, surge una reflexión sobre las comparaciones políticas que intentan encasillar a del Castillo en modelos internacionales que, si bien interesantes, no se ajustan completamente a su trayectoria y visión. Se le ha vinculado, por ejemplo, con el presidente salvadoreño Nayib Bukele, un líder que ha adoptado estrategias de “mano dura” y retórica popularista con altos niveles de aceptación, particularmente en su cruzada contra la delincuencia. Sin embargo, Eduardo del Castillo dista de este paralelismo, tanto en sus orígenes sociales como en su relación de independencia respecto a potencias extranjeras, especialmente en lo referente a los Estados Unidos. A diferencia de Bukele, del Castillo emerge de una realidad boliviana diversa y compleja, profundamente distinta a la experiencia centroamericana y, mucho menos, de su dependencia o respaldo de Washington como despegó Bukele políticamente. Nol olvidemos además la corriente política y las luchas que tuvo el propio Eduardo, otra cosa que aleja más aún al presidente salvadoreño.
No obstante, una figura internacional cuya influencia sobre del Castillo podría resultar más precisa e instructiva es la de Vladimir Putin. Putin, con un trasfondo en la KGB y una carrera en los servicios de inteligencia de la Rusia post-soviética, ha dominado la política rusa durante más de dos décadas, construyendo un modelo de gobernanza centrado en la seguridad interna y la consolidación del poder estatal. Las similitudes entre Putin y del Castillo se hacen evidentes al observar el énfasis que ambos colocan en la seguridad interna y la capacidad estatal para enfrentar los desafíos domésticos. Aunque del Castillo opera en un contexto político y social considerablemente distinto, su crecimiento como figura política en Bolivia muestra paralelos con el modelo de estabilidad que Rusia ha logrado construir, especialmente en lo que respecta a la implementación de un aparato estatal robusto y la gestión del orden interno.
Pero aquí reside una advertencia importante para Eduardo del Castillo. En tanto que él construye una identidad política que lo coloca como uno de los representantes clave del nuevo ciclo en Bolivia, debe también resistir la tentación de enmarcarse en modelos externos que, aunque instructivos, no encapsulan totalmente la realidad boliviana. Su capacidad para integrar los desafíos particulares de Bolivia, sin caer en una dependencia o semejanza con figuras foráneas, será decisiva para que el país consolide su propio camino. Del Castillo ha demostrado, en el poco tiempo de su trayectoria pública, una habilidad comparable a aquellos de figuras políticas con décadas en el escenario nacional, lo cual sugiere que es posible la construcción de un modelo boliviano de seguridad y gobernanza que no dependa ni de Bukele ni de Putin.
Al final, Bolivia no necesita réplicas ni aspiraciones a la semejanza de autoridades de otras latitudes; necesita figuras que comprendan profundamente su tejido social, sus retos internos, y que sean capaces de generar un rumbo propio en el contexto latinoamericano. Eduardo del Castillo se perfila como una de estas figuras: un representante del nuevo ciclo.