En recientes declaraciones, la siempre polémica jefa del Comando Sur de EE.UU., general Laura Richardson, reiteró su preocupación por la presencia de Rusia y China en Latinoamérica, región que ya antes había denominado como su “patio trasero”. “Creo firmemente que necesitamos un ‘Plan Marshall’ para la región, o una ley de recuperación económica como la de 1948, pero en 2024, 2025”, aseguró, poniendo de manifiesto un plan que hace décadas ya se conocía: “ayudar” a países en crisis para luego quitarles soberanía y, con ello, servirse de ellos a través de sus recursos naturales, situación geopolítica u otro elemento de interés.
Sin embargo, esta injerencia en gobiernos de otros países es permanente, pero camuflada de muchas formas, una de ellas el LEAF, coalición mundial encargada a detener la deforestación para el 2030. Esta forma del “Plan Marshall”, recibida con los brazos abiertos por muchos gobiernos, entre ellos Bolivia, se presenta como importantes desembolsos económicos destinados a la conservación de bosques tropicales, un loable objetivo.
La controvertida encargada de negocios estadounidense, Debra Hevia, publicó recientemente en las redes sociales de la embajada: “Aplaudimos a Bolivia por unirse a la coalición LEAF, que tiene el potencial de desbloquear $87 millones en fondos para combatir la deforestación y el cambio climático”.
Pero ¿Qué está detrás de este aparente acto en bien de la naturaleza y los países en desarrollo? Con el financiamiento de proyectos, el préstamo de divisas, la donación de alimentos e insumos, y otras acciones, se pretende crear cierto nivel de dependencia a la vez que se tiene una excusa para fiscalizar el proceder del país beneficiario.
Pese a su inofensiva apariencia, el LEAF fue cuestionado porque solo beneficia a jurisdicciones nacionales o subnacionales, dejando de lado a los pueblos indígenas y a las comunidades locales. Asimismo, las instituciones y los gobiernos que conforman la coalición LEAF son polémicas (entre ellas están BlackRock, Amazon, Nestlé o Bayer), pues se trata de empresas transnacionales que, a través de la “donación” de grandes cantidades de dinero, estarían limpiando su imagen ambiental. En otras palabras, estarían pagando por el derecho a contaminar. Esta participación económica también proporcionaría a los financiadores la oportunidad de aprovecharse de los bosques de otros países.
Usar organizaciones ambientalistas como pantalla para financiar la injerencia en regiones de su interés es un modo recurrente en el que actúa Estados Unidos. En Bolivia, colabora con agentes a su servicio a través de fundaciones ambientalistas, por ejemplo, el “Rincón de la Victoria”, en el caso del político Virginio Lema, y la fundación Jucumari, en el caso de la “activista” Jhanisse Vaca.
Este y otros modos se da Estados Unidos para ponerles la moneda en la mano a los incautos países que son de su interés, pues está buscando recuperar su poder frente a un mundo multipolar, a través del poder del dinero y el avance de la derecha en el mundo.