La última marcha de Evo Morales

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Por Gabriel Limache

Aún recuerdo el 2019, la Avenida Laitana en Barcelona, un centenar de bolivianos marchando fervorosos, entonando cánticos para proclamar la reelección prohibida de Evo Morales. Para un citadino catalán, significaba un acontecimiento inusual. Resultó que el obrero, el cuidador de niños y de ancianos boliviano tenía conciencia de clase, tenía una vida política. No solo era un migrante que sobrevivía, sino un migrante que ejercía su presencia reivindicativa india en las Europas.

Pero no solo se trataba de un puñado de acogidos en el suelo de Cataluña, sino también de bolivianos que venían de otros lugares de España, como Valencia, Madrid, o incluso de más lejos: de Alemania, Bélgica, Italia, y hasta de Rusia.

Ante la desaprobación de los diplomáticos conservadores, como el tal Viscarra —quien se llama “de carrera diplomática”, pero que a lo más que llega es a ser una creación del favor del mirismo que controlaba la escuela diplomática— y de los masistas rosqueros que rotaban en las misiones diplomáticas, se impuso el ímpetu de los jóvenes renovadores del cuerpo diplomático para pronunciarse en “el primer mundo”. Así, querían demostrar que en Bolivia se respiraba una alta democratización política.

La gran parte del recorrido de la marcha abarcó, ondeando la tricolor, la whipala y la bandera MAS-IPSP, la vía Laitana, una avenida que dirige directo al mar. Su construcción significó la relocalización de un montón de migrantes que tenían vivienda allí para dar paso a una nueva etapa del comercio, que requería la amplitud de una calle para facilitar su actividad. Gran parte del financiamiento provino del Banco de las Indias; directa o indirectamente, Latinoamérica contribuyó en su construcción.

La culminación de la marcha fue en la sede de Comisiones Obreras (CCOO), algo parecido a lo que llamaríamos la Central Obrera Boliviana (COB). Allí, un sinnúmero de oradores justificaba sin razón, anacrónicamente, el porqué Morales tenía que ser reelegido como presidente de los bolivianos, después de perder el referéndum del 21F. Algo llamó mi atención: uno de los oradores, un dirigente compatriota de una asociación folclórica que llevaba una máscara del Tata Danzanti en la caminata. Resultó que el que la portaba era un boliviano que había estudiado cine en una universidad catalana. Con mucha genialidad artesanal, él mismo había producido la máscara para llevar adelante el rito de ese baile.

Esta danza, que es retratada en la película de Jorge Sanjinés La nación clandestina, quiere reflejar el ritual aimara en el que una persona, apartada de su comunidad por ir contra los intereses de esta o por cometer crímenes contra su moral, debe pagar con el sacrificio de su vida para poder ser aceptado nuevamente. Es decir, baila hasta morir por la comunidad. En la última escena de la película, se ve una marcha multitudinaria recogiendo el cuerpo del danzante muerto, reflejando que este individuo egoísta era reimplantado nuevamente en la comunidad. Como forma simbólica, reaparece en una escena posterior con poncho puesto, algo que había rechazado vestir cuando vivía en la ciudad.

En Lauca Ñ, Evo Morales, en un congreso vacío, determinó tercamente nombrarse como único candidato. Otra de sus decisiones fue convocar a una nueva marcha para llegar a La Paz, la sede de gobierno. Tal parece que su convocatoria no tendrá irradiación en ningún sector u organización social. Si son serias sus intenciones, veo que llegará muerto, con una marcha fúnebre, directo a enterrarlo. Esto no es una amenaza —como tanto se queja en medios internacionales—, pues sus mismos “leales”, como Quintana o Romero, lo quieren más muerto que vivo.

Llegará simbólicamente como el Danzanti, arropado por sus seguidores, para ceder su vida política a cambio del perdón de la población, de modo que el evismo sea nuevamente aceptado.

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