Liberales de nombre, racistas de oficio: el programa oculto de Alianza Libre

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Martín Moreira denuncia el verdadero rostro de Alianza Libre: detrás del discurso liberal, un programa racista.

Por: Martín Moreira

Forma Parte de la Red Boliviana de Economía política Bolivia

Ah, me tocó lo más profundo: que un futuro diputado renuncie y pida perdón por “perjudicar la campaña”, pero no por insultar a los bolivianos y a su cultura. Es necesario hablar de la mezquindad racista de Alianza Libre y de esa voz interior que destila superioridad y desprecio. Qué reconfortante resulta descubrir que el arte de “representar al país” hoy viene empaquetado con clase: un cóctel de tuits genocidas de hace una década, epítetos como “mascacocas hediondos” lanzados en plena transmisión y promesas de restituir relaciones con potencias extranjeras como si se tratara de un menú internacional; todo servido con la misma guarnición: desprecio por los pueblos originarios y apetito por abrir las puertas a intereses externos. Si esto es lo que llaman renovar la política, qué alivio: por fin sabremos a quién vender las tierras raras, el litio y la dignidad nacional… aunque no antes de que pidan perdón, no a la ciudadanía, sino a sus jefes de campaña.

El debate público se empapa de contradicciones cuando quienes aspiran a representar al país muestran, en mensajes antiguos o recientes, expresiones de odio dirigidas contra sectores completos de la sociedad. Frases atribuidas a actores políticos —“¡A los collas hay que matarlos a todos!”, “Hay que quemar la wiphala; que se mueran todos los que la veneran, son animales” o apelativos degradantes como “mascacocas hediondos”— no son meras anécdotas de tuiteríos viejos: son huellas de una cultura política que naturaliza la exclusión y que, cuando llega a los organismos de poder, transforma políticas y símbolos en instrumentos de revanchismo. La aparición y verificación de esos mensajes ha provocado escándalo público y renuncias, y obliga a preguntarnos por el tipo de liderazgo que estamos dispuestos a tolerar.

Decir que esos enunciados “eran de hace años” no es excusa suficiente. En sociedades con heridas coloniales y asimetrías regionales profundas, la repetición o el encubrimiento de discursos deshumanizantes alimenta la desconfianza y siembra legitimidad para políticas que marginalizan. El daño no es solo simbólico: erosiona la cohesión nacional, dificulta la convivencia intercultural y enerva el terreno para la violencia política. Por eso la rendición de cuentas —investigación, rectificación pública y medidas concretas— no es un gesto de corrección formal sino una condición mínima para la gobernabilidad democrática.

Otro eje del debate es la orientación geopolítica y económica que proponen ciertos liderazgos. Declaraciones públicas de restablecimiento de lazos diplomáticos con potencias externas —por ejemplo, la promesa de restituir relaciones con Israel y Estados Unidos— no son neutrales; marcan la voluntad de reconfigurar alianzas estratégicas, prioridades comerciales y, potencialmente, la apertura a inversiones con condiciones poco transparentes. Cuando ese programa geopolítico se combina con un discurso interno que cosifica a comunidades indígenas o andinas, el riesgo es doble: políticas exteriores que favorezcan intereses transnacionales y políticas interiores que debiliten la protección de bienes comunes y derechos colectivos.

En el plano económico regional existe un precedente que debe leernos como lección: gobiernos que abrazan agendas de “venta rápida” de activos estatales y flexibilización extrema han provocado efectos colaterales —conflictos territoriales, desposesión y degradación ambiental— visibles en la región. Las políticas de desregulación y privatización llevadas adelante en contextos cercanos han puesto en peligro territorios indígenas, recursos estratégicos y la soberanía sobre bienes como tierras, agua o minerales. Las alertas sobre una “venta” de territorios o de recursos estratégicos no son meras hipótesis conspirativas cuando observamos medidas parecidas recientes en países vecinos.

Conjugar todo esto da lugar a una hipótesis política —no necesariamente una acusación factual sin matices— que merece vigilancia: cuando un proyecto político llega acompañado por discursos racistas, una agenda pro-privatización y la voluntad de reanudar relaciones que faciliten la llegada de capital extranjero, se abre la posibilidad de que la política económica priorice la captura de recursos por parte de intereses foráneos o corporativos, con costos elevados para comunidades locales y para la autonomía estatal. Más peligroso aún: si el liderazgo no pide perdón a la ciudadanía ofendida, y en cambio recurre a disculpas privadas entre cuadros o a explicaciones que minimizan el daño, eso revela una falta de reconocimiento del agravio que erosiona cualquier sinceridad programática.

¿Qué exigir hoy —como sociedad y como periodistas, académicos o ciudadanos— a quienes pretenden manejar el destino nacional?

  1. Transparencia y verdad: auditorías públicas sobre historial comunicacional y aclaraciones fehacientes sobre autoría y contexto de las expresiones atribuidas.
  2. Rectificación pública y sanciones proporcionales: no basta negar; es imprescindible asumir responsabilidades y, cuando corresponda, excluir de candidaturas a quienes promuevan el odio.
  3. Políticas claras de protección de recursos estratégicos: definir marcos legales que garanticen participación ciudadana, revisión parlamentaria y cláusulas de soberanía en toda negociación con inversores extranjeros.
  4. Diálogo intercultural real: poner a la par de mesas de decisión a representantes de las naciones y pueblos originarios, y medidas reparadoras que reconozcan agravio histórico y actual.
  5. Vigilancia internacional informada: seguimiento de convenios, memorandos y cualquier acuerdo que pueda comprometer derechos colectivos o la gestión soberana de recursos.

La política no es sólo gestión técnica: es interpretación del imaginario colectivo. Un país que delega su representación en voces que degradan a compatriotas o que abren las puertas a una “entrega” sin condiciones de sus bienes comunes está tomando una decisión histórica. El debate que hoy se abre no solamente juzga actos pasados; define qué bandera —la de la inclusión, la soberanía y la justicia, o la del despojo y la exclusión— queremos que enarbole quien aspire a gobernar.

En última instancia, la democracia exige coherencia entre palabra y política. Si la representación se sostiene en el desprecio y en respuestas rápidas que prioricen redes de poder por sobre la vida colectiva, la soberanía se debilita. La pregunta que queda, entonces, no es sólo quién ganó una elección, sino qué país estamos dispuestos a legar a las siguientes generaciones…

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